El libro El bebé verde comienza con una
cita de Nietzsche, “no hablar nunca de sí mismo es una muy refinada hipocresía”
Es muy curioso que cuando nos decidimos muchas veces a hablar sobre nosotros mismos, comenzamos la frase diciendo “yo soy”; y lo tremendamente sugerente de la maravillosa novela gráfica de la artista Roberta Marrero, es que comienza con una incógnita sobre la identidad. Una incógnita que capta toda nuestra atención porque es la incógnita original, no dice “yo soy”, sino “necesito tiempo para saber quién soy”. La autora con esta frase de inicio, de este viaje que es El bebé verde, comprende que ese “yo soy” va llegando poco a poco, y que se podría entender mejor con un “yo me compongo de”, y así se propone comunicarlo. Es una novela intimista, es una historia de vida. Es un relato que interpela de una manera directa y muy concreta.
Los elementos de la cultura que nos marcan son aquellos que nos interpelan directamente, que nos hacen cuestionar al mundo y cuestionarnos. Y es tremendamente interesante que Roberta para hablar de sí misma hable en gran medida de esos elementos culturales y esos personajes, héroes y heroínas de la cultura, que supusieron para ella ese compendio de preguntas y respuestas que comenzaban a dibujar su propio camino.
Habla de sus hadas madrinas, de personas que encarnaban lugares de la cultura que remitían a otra realidad. Es ahí donde se comienza a vislumbrar la dirección de un viaje que en realidad ya había comenzado. Es a través del pop y el punk como referentes madre, que irán después ampliándose, como comienza este viaje.
Roberta no habla del pop como un lugar homogéneo ni homogeneizador, como se pretende entender ahora en algunas ocasiones. No habla del pop como elemento representativo de una cultura popular en el sentido de “producto para una masa homogénea”, sino todo lo contrario. Ella se refiere al pop y al punk como elementos transformadores de la sociedad, como elementos que conducen y transportan personajes y figuras casi mágicas, y que tienen la capacidad de mostrar que otros caminos son posibles, que otras realidades existen y funcionan como pasos fronterizos, como puentes a otros mundos. Estos iconos son también transmisores de un mensaje, crean un vínculo con su sola presencia y con su significado, y nos dicen que, a pesar de lo que esa masa cultural acrítica y violenta pretende hacernos creer, no estamos solos. Nos enseñan a ampliar el imaginario, a ver más allá y a comprender que hay vida en Marte, algo que todas y todos los que de una u otra forma hemos sido el bebé verde, hemos vivido como un oasis en el desierto.
Esta reflexión que se propone y esta selección maravillosa de elementos que se expone en el libro, sugiere que el hecho de capitalizar el pop y el punk, el hecho de convertirlos en complacientes, el hecho de convertirlos en instrumentos inofensivos, diciendo “todo es pop, todo es punk”, es una de las estrategias de ese mismo sistema que pretende hacernos invisibles, de ese mismo sistema que pretende desempoderarnos, mantenernos acríticas y apolíticas, y convencernos de que no hay vida en Marte.
Los iconos, héroes y heroínas, que surgen como aliens en la vida del bebé verde a través de la cultura no son, ni mucho menos, esos pretendidos productos del pop que nos aseguran que van a reproducir que todo siga igual, no. Roberta habla de Boy George como su hada madrina, como la primera imagen reveladora de esas otras realidades que existen, que coexisten en esta. David Bowie, como adalid erotizado de la transición fluida entre las performances del género, de la posibilidad liberadora de la ambigüedad, de la ruptura de esa carcasa; Candy Darling, diosa de la Factory que nos enseñó que ser siempre una misma, cueste lo que cueste, es forma más alta de moralidad, que no importa el precio a pagar. También encontramos a Marlene Dietrich, por supuesto, que representa la sofisticación, la inteligencia y la aseveración de que las mujeres pueden y deben ser lo que quieran ser. Genesis P-Orridge que nos sigue enseñando que el género y el sexo son sólo categorías que pretenden coaccionar y controlar, y que la identidad es algo que trasciende, que fluye y que puede transformarse y escapar a toda convención, a todo control. Y también, como no podía ser de otra manera, los personajes de ficción cobran un protagonismo esencial, desde los Monsters o los Addams, como ejemplos ficcionados del buen amor, hasta el hombre de hojalata como símbolo y estandarte de los corazones rotos; figuras todas que van componiendo ese mapa de estrellas, reflexiones e imaginarios que somos cada una y cada uno al final.
Roberta reivindica, desde esta experiencia gráfica de su propia historia, la importancia de ese pop transformador del mundo, de ese punk revulsivo que se opone con firmeza a lo establecido, que quiebra la norma impuesta; y presenta estos lugares como lugares de salvación. El pop y el punk como lugares de manos tendidas para todas y todos los que nos hemos sentido perplejos y perdidos en el mundo que nos decía que no íbamos a encajar, en este mundo que nos había fallado.
Y es aquí donde surge la pregunta, ¿por qué este libro interpela de esta manera tan directa y además a lugares tan concretos? Bueno, pues lo hace, desde mi punto de vista, por la elección del lugar desde el que la autora ha decidido hablar, el lugar desde donde nos muestra su mapa de composición, de identidad.
El retrato de Roberta, como decía, es intimista, es una historia de vida íntima, pero la muestra de forma muy abierta: se expone en completa confianza y desde el lugar más vulnerable y a la vez, paradójicamente, el que nos hace más fuertes, que es el reconocimiento de la propia herida.
Virginie Despentes en el prólogo a “El bebé verde” habla de esa cuestión central sobre la que reflexiona ahora mismo la filosofía, qué es la herida, en qué lugar nos coloca la herida y qué voz nos otorga (además de cómo dialogar a través de ella o cómo escucharla). Y Roberta nos habla, sin hablar, de la herida como territorio. Un territorio creado por ese daño original, fundador, que es al mismo tiempo una brecha por donde entra la luz, donde hay posibilidades de cambio y de movimiento. Es, sobre todo, el lugar más honesto desde el que comenzar el propio discurso, desde el que escribir y hablar; y esta composición nos devuelve, en esta historia de vida, una sensación de enorme fortaleza, de gran confianza. Ocultar la herida es una trampa, y visibilizarla nos hace fuertes, y nos hace fuertes, además, colectivamente.
Roberta habla en su libro sobre la gran diferencia entre una víctima y alguien que está herido, son lugares distintos desde donde hablar. “No es lo mismo”- dice – “reconocer que se ha sido una víctima de violencia, que vivir como una víctima”. Roberta no habla desde el victimismo, sino desde la definitiva autoridad que otorga el reconocimiento de la propia herida. Uno de los elementos que produce la identificación inmediata con el bebé verde es, evidentemente, esa herida fundacional que vertebra la historia. Es el sentirse por imposición, obligatoriamente, fuera del mundo, el no encajar. No encajar por extrañeza propia muchas veces, pero otras, la mayoría, por esa respuesta violenta, agresiva, por no pertenecer a esa norma estandarizada; en este caso, por no pertenecer y reproducir los patrones de género que se emplean, como ya sabemos, de forma coercitiva y represiva. En este entorno, a las que somos verdes, por una u otra razón, el mundo se nos devuelve como un lugar hostil, como un lugar que nunca será seguro, el mundo nos falla.
Y es aquí, en este punto de la historia de vida, en esa incipiente herida, donde se aparecen esos otros mundos que iluminan ese lugar, que empiezan a llenar de luz esa brecha y lo inundan con nuevas posibilidades. La autora compone su mapa con todos esos estímulos, alza una voz de enorme afectividad y nos tiende, también, la mano.
Decía que siempre son los artefactos culturales, la música,
los libros, las películas... las narrativas culturales son las que plantean a
los individuos, las que plantean a la sociedad las preguntas que necesitamos
hacernos en cada momento. Las buenas narrativas culturales son las que
cuestionan, las interpelan directamente e invitan a reflexionar. Las estrellas
que componen el mapa que Roberta cartografía en su novela son las que nos
dijeron que todo podía cambiar, que todo podía ser transformado, ser distinto,
y que estaba en nuestras manos decidirlo, y que quizá no iba a ser fácil, pero
que no era, desde luego, imposible. Estoy seguro (y ya es una realidad) de
que El bebé verde, como artefacto cultural, como historia de
historias, va a suponer un rayo de luz y una mano tendida para otras y otros
verdes, bebés y no tan bebés, que estén también heridas, que estén también
heridos, o que, simplemente, necesiten estímulos y tiempo para saber quiénes
son. Así que gracias a Roberta por haber alzado esta voz tan poderosa.
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